La madre*
que estás
llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te
han caído los dientes,
que ya no
puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados por el veneno del reuma.
No importa, madre, no importa.
eres una
niña,
Oh, sí,
tú eres para mí eso: una candorosa niña.
Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
que te
han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete,
nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando
llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo
también voy a sumergirme en mi niñez
pero las
aguas que tengo que remontar hasta casi
la fuente,
son mucho
más poderosas, son aguas turbias, como
Óyelas,
desde tu sueño, cómo rugen,
como
quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre
del nadador que somorguja y bucea en ese
mar salobre de la memoria!
... Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es
una maravilla que los dos hayamos arribado
a esta prodigiosa ribera de nuestra
infancia?
Sí, así es
como a veces fondean un mismo día en
el puerto de Singapoor dos naves,
y la una
viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos
llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es
la única realidad, la única maravillosa
que tú
eres una niña y que yo soy un niño.
No se te
olvide nunca que todo lo demás es mentira,
que esto
solo es verdad, la única verdad.
Verdad,
tu trenza muy apretada, como la de esas niñas
acabaditas
de peinar ahora,
tu
trenza, en la que se marcan tan bien los brillan-
tes lóbulos del trenzado,
tu
trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un
verdad,
tus medias azules, anilladas de blanco, y las
puntillas de los pantalones que te
asoman por
debajo de la falda;
verdad tu
carita alegre, un poco enrojecida, y la
(Ah, ¿por
qué está siempre la tristeza en el fondo
¿Y adonde
vas ahora? ¿Vas camino del colegio?
yo, niño
también, un poco mayor, iré a tu lado,
te
defenderé galantemente de todas las brutalidades
te
buscaré flores,
me subiré
a las tapias para cogerte las moras más
negras, las más llenas de jugo,
te
buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como
un choque de campanitas de plata.
¡Qué
felices los dos, a orillas del río, ahora que va a
ser el verano!
A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van
saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como
un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera
repulgando la orilla, hilvanando la orilla
¡Oh qué
felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves:
todavía hay rocío de la noche; llevamos los
zapatos llenos de deslumbrantes gotitas.
¿O es que
prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo
prefieres.
Seré tu
hermanito menor, niña mía, hermana mía,
Nos
pararemos un momento en medio del camino,
para que
tú me subas los pantalones,
y para
que me suenes las narices, que me hace mu-
cha falta
(porque
estoy llorando; sí, porque ahora estoy llo-
No. No
debo llorar, porque estamos en el bosque.
Tú ya
conoces las delicias del bosque (las conoces
porque tú
nunca has debido estar en un bosque,
o por lo
menos no has estado nunca en esta deliciosa
soledad, con tu hermanito).
Mira, esa
llama rubia que velocísimamente repique-
tea las ramas de los pinos,
esa llama
que como un rayo se deja caer al suelo,
y que ahora de un bote salta a mi
hombro,
no es
fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No
toques, no toques ese joyel, no toques esos dia-
mantes!
¡Qué
luces de fuego dan, del verde más puro, del
tristísimo y virginal amarillo, del
blanco creador,
¡No, no
lo toques!: es una tela de araña, cuajada de
Y esa
sensación que ahora tienes de una ausencia
invisible, como una bella tristeza, ese acompasado
y ligerísimo rumor de pies lejanos, ese
vacío, ese presentimiento súbito del bosque,
es la
fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas
¡Las
maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te las
podría enseñar todas, tendríamos
... para toda una vida. He mirado, de pronto, y he
visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor
de tus queridas manos deformadas,
y tus
cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre
mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive,
víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo
hostil,
de mi egoísmo de hombre, de mis
Duerme
ligeramente en ese bosque prodigioso de tu
en ese
bosque que crearon al par tu inocencia y mi
llanto.
Oye, oye
allí siempre cómo te silba las tonadas nue-
vas tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.
No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño
cándido se te hará de repente más profundo y
más nítido.
Siempre en el bosque de la primer mañana, siempre
en el bosque nuestro.
Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces
llamas, llamitas de verdad;
y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas
a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, se te-
guiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el
universo.
Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo
quien la envía. Tal vez sea verdad: que un co-
razón es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en
el bosque el más profundo sueño.
Espérame
en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre
mía.
* La madre, en D. Alonso, Hijos de la ira,
Castalia, Madrid 1986, pp.
120-125. Junto a la niñez, el tema de la mujer (y, sobre todo, la madre) mueve
al poeta a la expresión de una amorosa ternura. La niñez, recuerdo de la
inocencia, y la mujer (madre), símbolo del amor, se combinan en este poema que,
basado en una hábil superposición temporal, radicada en la memoria, convierte a
la madre y al hijo en hermanitos que juegan juntos, recreando un mundo añorado.