sábado, 25 de enero de 2014

La guerra civil: ¿Cómo pudo ocurrir?, de Julián Marías

«A mediados de julio de 1936 se desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril de 1939 (…) el partidismo, directo o en forma de simpatía o antipatía — el “tomar partido” desde fuera—, ha desfigurado constantemente la realidad de la guerra y su desarrollo».
En este interesante, lúcido, profundo y nada partidista análisis de la Guerra Civil Española, Julián Marías la califica como de “algo desmesurado”, «una anormalidad social”. De ahí que su “hostilidad primaria” sea “contra la guerra”, el “primer enemigo”. Para Marías, el conflicto “fue consecuencia de una ingente frivolidad”. Ésta es, para él, “la palabra decisiva”. En opinión del autor, la guerra hay que “recordarla —es decir, llevarla otra vez al corazón— como algo absolutamente pasado, como nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla. Todo ello sin “eludir el último peligro: que nos cuenten la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era inoperante. (…) Ésta es nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra”. Muy interesante, con un Prólogo de Juan Pablo Fusi y un Epílogo del editor, Javier Jiménez, ambos totalmente prescindibles. En mi opinión, lo que verdaderamente merece la pena es el ensayo de Marías.
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sábado, 18 de enero de 2014

Un sepulcro en el cielo, de Vintila Horia

«Dondequiera que vayan mis ojos, tierra adentro, no hay límite para el fuego devorador. Desde mis principios no hago sino acostumbrarme al incendio que me precedió y permanecerá vivo en la tierra cuando yo ya no esté aquí».
Así comienza esta obra, recreación poética del siglo XVI español vista a través de la mirada de El Greco. Dado que este año 2014 se cumple el IV Centenario de la muerte del artista, que pasó la mitad de su vida en Toledo, me parece muy oportuna la relectura de esta obra. De su mano recorremos diversos escenarios: Creta, Venecia, Roma, El Escorial y, sobre todo, Toledo. En la novela, el cretense se dirige a la mujer amada, Jerónima, descubriendo su rico universo interior y su percepción de un mundo compartido con personajes como Felipe II, Cervantes, Quevedo, Ticiano o el Veronés. En realidad, es un pretexto para hacer una reflexión sobre el momento histórico que le tocó vivir y sobre algunos de los grandes temas de la humanidad: el arte, la religión y la muerte, o el sentido del hombre en el mundo. Sin duda, otra novela que merece la pena leer.

sábado, 11 de enero de 2014

La ladrona de libros, de Markus Zusak

Ayer, 10 de enero de 2014, se estrenó en España la adaptación cinematográfica de La ladrona de libros (The Book Thief), con la que Markus Zusak, joven autor que vive en Sydney (Australia) alcanzó un éxito espectacular. Es una buena oportunidad para volver a leer esta estupenda novela, a la que sin duda se le podría poner una nota cercana al diez. Ambientada en la Alemania de Hitler, narra la historia de Liesel, una adolescente adoptada por los Hubberman, Hans y Rosa, matrimonio sin hijos, él todo bondad, ella dura por fuera pero de gran corazón. La madre de Liesel está destinada a un campo de internamiento por sus ideas políticas, y su hermano pequeño muere en el camino al nuevo hogar. Una vez instalada, sufre las penurias de la guerra, pero es entonces cuando descubre el placer de leer, escuchar y contar historias. Se hace amiga de un chico de su edad, Rudy, que sueña con correr tan rápido como Jesse Owens, y compartirá con los Hubberman el riesgo de ocultar en el sótano a Max, un judío hijo de un antiguo camarada de armas de Hans que le salvó la vida en la Gran Guerra. Con un comienzo desconcertante, un desarrollo estupendo y un ritmo excelente, los personajes que quedan en el recuerdo y tiene un final espectacular que pone los pelos de punta. Un libro ideal, un pasatiempo delicioso, apto tanto para jóvenes como para mayores. La película aún no la he visto, pero el libro, sin duda, merece la pena.

sábado, 4 de enero de 2014

El misterio de la noria de Londres, de Siobhan Dowd

«Lo vimos a través del cristal, avanzando por la pasarela hasta que se convirtió en una sombra. Continuó hasta el punto donde se abrían y cerraban las puertas de las cabinas y distinguimos su silueta despidiéndose con la mano.  (…) Las puertas de la cabina se cerraron. Miré el reloj. Eran las 11:32 del 24 de mayo».

Así recuerda Ted el momento en que él y su hermana, Kat, vieron a su primo Salim por última vez. Le vieron subir, pero nunca llegó a bajar. Nadie se explica lo que ha pasado. Incluso la policía está desconcertada. Salim y su madre, la tía Gloria, iban a pasar unos días con ellos antes de irse a vivir a Nueva York. En esos días juntos deciden ir a ver Londres desde lo alto y acuden al London Eye, la famosa noria de Londres. Mientras esperan en la cola para comprar las entradas, un desconocido les regala un ticket que le sobra. En vez de esperar y comprar el resto de las entradas deciden que sea Salim el que suba. Pero no le volverán a ver. Como ni siquiera la policía avanza en sus pesquisas, Kat y Ted deciden investigar por su cuenta para encontrar a su primo. Esta novela, que ha recibido varios premios, fue elegida como la novela favorita de los alumnos ingleses de Secundaria.

miércoles, 1 de enero de 2014

Aborto libre y progresismo, por Miguel Delibes

Aborto libre y progresismo[1]

En estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión. La defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas, generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad. De aquí se deduce que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este dilema, es que el feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio.
La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad, pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para plantear el problema. El término santidad parece incluir un componente religioso en la cuestión, pero desde el momento en que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado. En lo concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres. Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro.
Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire. Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el progresista eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir. Y ante un fenómeno semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, y precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia, esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado.




[1] Miguel Delibes, Diario ABC, 20 de diciembre de 2007.