Si te gusta leer, este es tu blog. Leer para aprender. Leer para descansar. Leer para recomendar. Libros para ti, libros para tus hijos, libros para tus padres. Libros para todas las edades. Libros para jóvenes y libros para adultos. Lo mejor de ahora y de siempre. No son recomendaciones de un experto, sino de un aficionado a la lectura que recomienda libros a sus amigos. Espero que te gusten.
“Cada
mañana los pastorcillos se levantan con alegría porque van a pasar el día
juntos. Desayunan al amanecer, rezan una oración al ángel de la guarda y salen
con el rebaño hacia el Gredal, una pequeña laguna cercana al caserío. Es el
punto de cita donde reúnen los dos hatos de ovejas y los conducen, meseta
arriba, hacia los pastos que decide Lucia”
Los
tres pastorcillos de Fátima comenzaron sus vidas en la honradez de
una vida sencilla, e hicieron de su
labor de pastores un ejemplo de humanidad para sus familiares y compañeros. La visita de la Virgen supuso un reto
de superación en su forma de entender su relación con Dios. Esta es la historia
de los tres pastorcitos portugueses a los que se les apareció la Virgen de Fátima el 13 de mayo de 1917. Lucia,
de 10 años, y sus primos, Francisco de 9 años y Jacinta
de 7 años, recibieron el mensaje de la Señora: el mal del mundo, la causa de sus guerras
y desastres es el pecado; la oración y el sacrificio son los medios para
conseguir la salvación. Francisco y Jacinta murieron pronto,
ofreciendo su vida por la paz del mundo. Lucia se quedó, como le había
prometido la Virgen,
para extender la devoción de su Sagrado Corazón.
que estás
llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te
han caído los dientes,
que ya no
puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados por el veneno del reuma.
No importa, madre, no importa.
Tú eres
siempre joven,
eres una
niña,
tienes
once años.
Oh, sí,
tú eres para mí eso: una candorosa niña.
Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
en esas
aguas poderosas,
que te
han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete,
nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando
llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo
también voy a sumergirme en mi niñez
antigua,
pero las
aguas que tengo que remontar hasta casi
la fuente,
son mucho
más poderosas, son aguas turbias, como
teñidas de sangre.
Óyelas,
desde tu sueño, cómo rugen,
como
quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre
del nadador que somorguja y bucea en ese
mar salobre de la memoria!
... Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es
una maravilla que los dos hayamos arribado
a esta prodigiosa ribera de nuestra
infancia?
Sí, así es
como a veces fondean un mismo día en
el puerto de Singapoor dos naves,
y la una
viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos
llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es
la única realidad, la única maravillosa
realidad:
que tú
eres una niña y que yo soy un niño.
¿Lo ves, madre?
No se te
olvide nunca que todo lo demás es mentira,
que esto
solo es verdad, la única verdad.
Verdad,
tu trenza muy apretada, como la de esas niñas
acabaditas
de peinar ahora,
tu
trenza, en la que se marcan tan bien los brillan-
tes lóbulos del trenzado,
tu
trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un
pequeño lacito rojo;
verdad,
tus medias azules, anilladas de blanco, y las
puntillas de los pantalones que te
asoman por
debajo de la falda;
verdad tu
carita alegre, un poco enrojecida, y la
tristeza de tus ojos.
(Ah, ¿por
qué está siempre la tristeza en el fondo
de la alegría?)
¿Y adonde
vas ahora? ¿Vas camino del colegio?
Ah, niña
mía, madre,
yo, niño
también, un poco mayor, iré a tu lado,
te
serviré de guía,
te
defenderé galantemente de todas las brutalidades
de mis compañeros,
te
buscaré flores,
me subiré
a las tapias para cogerte las moras más
negras, las más llenas de jugo,
te
buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como
un choque de campanitas de plata.
¡Qué
felices los dos, a orillas del río, ahora que va a
ser el verano!
A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van
saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como
un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera
repulgando la orilla, hilvanando la orilla
con el río.
¡Oh qué
felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves:
todavía hay rocío de la noche; llevamos los
zapatos llenos de deslumbrantes gotitas.
¿O es que
prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo
prefieres.
Seré tu
hermanito menor, niña mía, hermana mía,
madre mía.
¡Es tan
fácil!
Nos
pararemos un momento en medio del camino,
para que
tú me subas los pantalones,
y para
que me suenes las narices, que me hace mu-
cha falta
(porque
estoy llorando; sí, porque ahora estoy llo-
rando).
No. No
debo llorar, porque estamos en el bosque.
Tú ya
conoces las delicias del bosque (las conoces
por los cuentos,
porque tú
nunca has debido estar en un bosque,
o por lo
menos no has estado nunca en esta deliciosa
soledad, con tu hermanito).
Mira, esa
llama rubia que velocísimamente repique-
tea las ramas de los pinos,
esa llama
que como un rayo se deja caer al suelo,
y que ahora de un bote salta a mi
hombro,
no es
fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No
toques, no toques ese joyel, no toques esos dia-
mantes!
¡Qué
luces de fuego dan, del verde más puro, del
tristísimo y virginal amarillo, del
blanco creador,
del más hiriente blanco!
¡No, no
lo toques!: es una tela de araña, cuajada de
gotas de
rocío.
Y esa
sensación que ahora tienes de una ausencia
invisible, como una bella tristeza, ese acompasado
y ligerísimo rumor de pies lejanos, ese
vacío, ese presentimiento súbito del bosque,
es la
fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas
en huida?
¡Las
maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te las
podría enseñar todas, tendríamos
para toda una vida...
... para toda una vida. He mirado, de pronto, y he
visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor
de tus queridas manos deformadas,
y tus
cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre
mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive,
víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo
hostil,
de mi egoísmo de hombre, de mis
palabras duras.
Duerme
ligeramente en ese bosque prodigioso de tu
inocencia,
en ese
bosque que crearon al par tu inocencia y mi
llanto.
Oye, oye
allí siempre cómo te silba las tonadas nue-
vas tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.
No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño
cándido se te hará de repente más profundo y
más nítido. Siempre en el bosque de la primer mañana, siempre
en el bosque nuestro. Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces
llamas, llamitas de verdad; y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas
a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, se te-
guiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el
universo. Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo
quien la envía. Tal vez sea verdad: que un co-
razón es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en
el bosque el más profundo sueño.
Espérame
en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre
mía.
* La madre, en D. Alonso, Hijos de la ira,
Castalia, Madrid 1986, pp.
120-125. Junto a la niñez, el tema de la mujer (y, sobre todo, la madre) mueve
al poeta a la expresión de una amorosa ternura. La niñez, recuerdo de la
inocencia, y la mujer (madre), símbolo del amor, se combinan en este poema que,
basado en una hábil superposición temporal, radicada en la memoria, convierte a
la madre y al hijo en hermanitos que juegan juntos, recreando un mundo añorado.
En la entrada del palacio de
Cnosos figura el signo del toro, que abre la puerta al reino del secreto, de la
purificación, de la identidad de uno y de la libertad, quizá de la muerte. En
el centro del laberinto es dable imaginar a Jorge Luis Borges (1899-1986)
tejiendo una minuciosa meditación en la que sueña que es Borges y que escribe
historias que se desarrollan en sueños y laberintos. En los meandros de su
peregrinación arquetípica halla Jorge Luis Borges objetos preciosos, extraños y
mágicos, como el aleph («El Aleph») que se oculta en la casa de la calle Garay
donde vivió la hermosa Beatriz Viterbo. El aleph es el lugar donde están sin
confundirse todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos. Ironía
borgiana es que semejante maravilla (incluye «el populoso mar, el alba y la
tarde, las muchedumbres de América, la plateada telaraña en el centro de una
negra pirámide, un laberinto roto, interminables ojos escrutadores, racimos,
nieve, tabaco, convexos desiertos ecuatoriales o la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo», entre miles de otras visiones
admirables) solo haya servido al pedante poeta Carlos Argentino Daneri para
perpetrar con su ayuda un malvadísimo poema que traza la historia de la Tierra. Sería
posible considerar como un verdadero avatar humano del aleph a Ireneo Funes («Funes
el memorioso»), que recuerda cada detalle de cada percepción, y es un almacén
universal de datos: «Nosotros percibimos tres copas en una mesa. Funes todos
los vástagos y racimos y frutos que comprenden una parra. Sabía las formas de
las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos
ochenta y dos y podía compararlos en el recuerdo con las vetas de un libro en
pasta española y con las líneas de espuma que un remo levantó en Río Negro la
víspera de la acción de Quebracho». Otros objetos maravillosos son los que
proceden del fabuloso mundo de «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius» o los imaginarios
libros infinitos en los que cada hoja se desdobla en infinitas hojas y cuya
hoja central no tiene reverso... Esos objetos pertenecen a espacios igualmente
mágicos, reducibles casi siempre al laberinto, obsesión central del escritor.
Un laberinto es la ciudad misteriosa de los Inmortales descrita por un narrador
que ha olvidado ser el propio Homero(en el cuento de «El inmortal» que evoca
uno de los viajes de Gulliver narrados por Swift), un laberinto es el escenario
de la muerte de Abenjacán el Bojarí «muerto en su laberinto», o el campo de
batalla de dos reyes enemigos («Los dos reyes y los dos laberintos»), laberinto
es la casa de Asterión (otro nombre del Minotauro) en el cuento del mismo
título, y otros hallamos en «Las ruinas circulares» o «La Biblioteca de Babel»,
que evoca las visiones de Kafkay arquitecturas de Piranesi y que asume las
dimensiones del Universo entero: «El universo, que otros llaman la Biblioteca se compone
de un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercado por barandas bajísimas. Una de las
caras libres da a un angosto zaguán que desemboca en otra galería, idéntica a
la primera y a todas...». Reflexión parecida hace Asterión sobre su casa (el
Laberinto): «Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es
otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce
(son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del
tamaño del mundo, mejor dicho, es el mundo». Se recordará que el padre
Atanasius Kircher, erudito jesuita del siglo XVII, concebía el interior de la Tierra como un laberinto
inextricable y que en la empresa heráldica de Galeazzo Becaria figura el mundo
como un laberinto. Borges explora, pues, con vuelos nuevos, imágenes
ancestrales que aseguran la solidez de sus fantasías. El laberinto no solo es
un edificio o el mundo: es también una escritura («La escritura del dios») cuya
clave encuentra el sacerdote prisionero en la piel del jaguar, después de
atravesar iniciáticamente un laberinto de sueños, camino idéntico al que
permite a otro sacerdote en «Las ruinas circulares» crear soñando un hombre, su
discípulo, hecho de la materia de los sueños, hasta descubrir que él mismo es
el sueño de otro soñador. En «Jardín de senderos que se bifurcan» el laberinto
es un libro...
Es evidente la barroca atracción
de Borges por los conflictos de la realidad con la fantasía, de la fugacidad
humana y la eternidad («Historia de la eternidad» es una de sus obras); su
preocupación por el tiempo (detenido mágicamente en «El milagro secreto»); por
los sueños y la escritura laberíntica (el universo) de Dios, trabajosamente
imitada por demiurgos de diversa entidad; por el destino y la muerte; por la
identidad y la permanencia. Teología, filosofía, mitografías y folklore, en un
estilo preciso, paradójico y aderezado con autoridades reales o ficticias, con
mil detalles que hacen verosímiles las historias (muchas de técnica policiaca o
de cuento de misterio) y los personajes más extravagantes, pueblan las páginas
de Borges en frases como anillos de plata, brillantes y perfectas; en imágenes
como espejos que reflejan con engañosa claridad enigmas y secretos. Borges
llena de fechas, direcciones, eruditos datos bibliográficos y meticulosa
documentación sus sueños: «El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa
calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana» («La espera»); «Debo
a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar.
El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona,
en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama «The Anglo American
Cyclopaedia», Nueva York, 1917 y es una reimpresión literal, pero también
morosa de la «Encyclopedia britannica» de 1902» («Tlon, Uqbar»)... ¿Cómo poner
en duda la veracidad del relato?
A sus preocupaciones metafísicas y
poéticas se suma otro gran mito, el del valor, que fundamenta alguno de sus
mejores cuentos: mencionemos «Hombre de esquina Rosada», mencionemos «El Sur»
(de perfección imposible) ... que enseñan con sospechosa melancolía que la
felicidad no es una condición de los hombres, pero sí el coraje o la desesperación.
Borges llenó los plúteos de su
«Biblioteca de Babel» con los libros que hubiera querido escribir: «la historia
minuciosa del provenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel
de la Biblioteca,
miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos
catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros», o quizá se hubiera
contentado con el libro de los libros que evoca en el mismo relato, ese libro
total, cifra y compendio perfecto de todos los demás, y que sería el universo o
sería Dios. No lo escribió, pero sí escribió otros que ocupan en esa Biblioteca
portentosa un estante privilegiado. Murió ciego, recordando, en la oscuridad
luminosa de su ceguera como en la caverna central de un laberinto, aquellas
palabras de Goethe:
El sacro horror es lo mejor del
hombre. Cuanto más afianza la percepción del mundo más hondamente lo turba el portento.
[1]Ignacio Arellano, Diario de Navarra, 16 de marzo de 2002.