lunes, 13 de mayo de 2019

Los pastorcillos de Fátima, de Miguel Álvarez


“Cada mañana los pastorcillos se levantan con alegría porque van a pasar el día juntos. Desayunan al amanecer, rezan una oración al ángel de la guarda y salen con el rebaño hacia el Gredal, una pequeña laguna cercana al caserío. Es el punto de cita donde reúnen los dos hatos de ovejas y los conducen, meseta arriba, hacia los pastos que decide Lucia”
Los tres pastorcillos de Fátima comenzaron sus vidas en la honradez de una vida sencilla, e hicieron de su labor de pastores un ejemplo de humanidad para sus familiares y compañeros. La visita de la Virgen supuso un reto de superación en su forma de entender su relación con Dios. Esta es la historia de los tres pastorcitos portugueses a los que se les apareció la Virgen de Fátima el 13 de mayo de 1917. Lucia, de 10 años, y sus primos, Francisco de 9 años y Jacinta de 7 años, recibieron el mensaje de la Señora: el mal del mundo, la causa de sus guerras y desastres es el pecado; la oración y el sacrificio son los medios para conseguir la salvación. Francisco y Jacinta murieron pronto, ofreciendo su vida por la paz del mundo. Lucia se quedó, como le había prometido la Virgen, para extender la devoción de su Sagrado Corazón.


domingo, 5 de mayo de 2019

Día de la madre: Un poema: La madre, de Dámaso Alonso

La madre*

No me digas
que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño,
que se te han caído los dientes,
que ya no puedes con tus pobres remos hinchados,
deformados por el veneno del reuma.

No importa, madre, no importa.
Tú eres siempre joven,
eres una niña,
tienes once años.
Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña.

Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas,
en esas aguas poderosas,
que te han traído a esta ribera desolada.
Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos,
y cuando llegues, espera allí a tu hijo.
Porque yo también voy a sumergirme en mi niñez
antigua,
pero las aguas que tengo que remontar hasta casi
la fuente,
son mucho más poderosas, son aguas turbias, como
teñidas de sangre.
Óyelas, desde tu sueño, cómo rugen,
como quieren llevarse al pobre nadador.
¡Pobre del nadador que somorguja y bucea en ese
mar salobre de la memoria!

... Ya ves: ya hemos llegado.
¿No es una maravilla que los dos hayamos arribado
a esta prodigiosa ribera de nuestra infancia?
Sí, así es como a veces fondean un mismo día en
el puerto de Singapoor dos naves,
y la una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest.
Así hemos llegado los dos, ahora, juntos.
Y ésta es la única realidad, la única maravillosa
realidad:
que tú eres una niña y que yo soy un niño.

¿Lo ves, madre?
No se te olvide nunca que todo lo demás es mentira,
que esto solo es verdad, la única verdad.
Verdad, tu trenza muy apretada, como la de esas niñas
acabaditas de peinar ahora,
tu trenza, en la que se marcan tan bien los brillan-
tes lóbulos del trenzado,
tu trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un
pequeño lacito rojo;
verdad, tus medias azules, anilladas de blanco, y las
puntillas de los pantalones que te asoman por
debajo de la falda;
verdad tu carita alegre, un poco enrojecida, y la
tristeza de tus ojos.
(Ah, ¿por qué está siempre la tristeza en el fondo
de la alegría?)
¿Y adonde vas ahora? ¿Vas camino del colegio?

Ah, niña mía, madre,
yo, niño también, un poco mayor, iré a tu lado,
te serviré de guía,
te defenderé galantemente de todas las brutalidades
de mis compañeros,
te buscaré flores,
me subiré a las tapias para cogerte las moras más
negras, las más llenas de jugo,
te buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como
un choque de campanitas de plata.
¡Qué felices los dos, a orillas del río, ahora que va a
ser el verano!
A nuestro paso van saltando las ranas verdes,
van saltando, van saltando al agua las ranas verdes:
es como un hilo continuo de ranas verdes,
que fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla
con el río.
¡Oh qué felices los dos juntos, solos en esta mañana!
Ves: todavía hay rocío de la noche; llevamos los
zapatos llenos de deslumbrantes gotitas.

¿O es que prefieres que yo sea tu hermanito menor?
Sí, lo prefieres.
Seré tu hermanito menor, niña mía, hermana mía,
madre mía.
¡Es tan fácil!
Nos pararemos un momento en medio del camino,
para que tú me subas los pantalones,
y para que me suenes las narices, que me hace mu-
cha falta
(porque estoy llorando; sí, porque ahora estoy llo-
rando).

No. No debo llorar, porque estamos en el bosque.
Tú ya conoces las delicias del bosque (las conoces
por los cuentos,
porque tú nunca has debido estar en un bosque,
o por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa
soledad, con tu hermanito).
Mira, esa llama rubia que velocísimamente repique-
tea las ramas de los pinos,
esa llama que como un rayo se deja caer al suelo,
y que ahora de un bote salta a mi hombro,
no es fuego, no es llama, es una ardilla.
¡No toques, no toques ese joyel, no toques esos dia-
mantes!
¡Qué luces de fuego dan, del verde más puro, del
tristísimo y virginal amarillo, del blanco creador,
del más hiriente blanco!
¡No, no lo toques!: es una tela de araña, cuajada de
gotas de rocío.
Y esa sensación que ahora tienes de una ausencia
invisible, como una bella tristeza, ese acompasado
y ligerísimo rumor de pies lejanos, ese vacío, ese presentimiento súbito del bosque,
es la fuga de los corzos. ¿No has visto nunca corzas
en huida?
¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te las podría enseñar todas, tendríamos
para toda una vida...

... para toda una vida. He mirado, de pronto, y he
visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor de tus queridas manos deformadas,
y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo
hostil, de mi egoísmo de hombre, de mis
palabras duras.
Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu
inocencia,
en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi
llanto.
Oye, oye allí siempre cómo te silba las tonadas nue-
vas tu hijo, tu hermanito, para arrullarte el sueño.

No tengas miedo, madre. Mira, un día ese tu sueño
cándido se te hará de repente más profundo y
más nítido.
Siempre en el bosque de la primer mañana, siempre
en el bosque nuestro.
Pero ahora ya serán las ardillas, lindas, veloces
llamas, llamitas de verdad;
y las telas de araña, celestes pedrerías;
y la huida de corzas, la fuga secular de las estrellas
a la busca de Dios.
Y yo te seguiré arrullando el sueño oscuro, se te-
guiré cantando.
Tú oirás la oculta música, la música que rige el
universo.
Y allá en tu sueño, madre, tú creerás que es tu hijo
quien la envía. Tal vez sea verdad: que un co-
razón es lo que mueve el mundo.
Madre, no temas. Dulcemente arrullada, dormirás en
el bosque el más profundo sueño.
Espérame en tu sueño. Espera allí a tu hijo, madre
mía.




* La madre, en D. Alonso, Hijos de la ira, Castalia, Madrid 1986, pp. 120-125. Junto a la niñez, el tema de la mujer (y, sobre todo, la madre) mueve al poeta a la expresión de una amorosa ternura. La niñez, recuerdo de la inocencia, y la mujer (madre), símbolo del amor, se combinan en este poema que, basado en una hábil superposición temporal, radicada en la memoria, convierte a la madre y al hijo en hermanitos que juegan juntos, recreando un mundo añorado.

viernes, 3 de mayo de 2019

Mañana de la cruz, de Juan Ramón Jiménez





Mañana de la cruz[1]

Dios está azul. La flauta y el tambor
anuncian ya la cruz de primavera.
¡Vivan las rosas, las rosas del amor,
entre el verdor con sol de la pradera!
Vámonos al campo por romero,
vámonos, vámonos
por romero y por amor…
Le pregunté: «¿Me dejas que te quiera?»
Me respondió, radiante de pasión:
«Cuando florezca la cruz de primavera,
yo te querré con todo el corazón.»
Vámonos al campo por romero,
vámonos, vámonos
por romero y por amor…
«Ya floreció la cruz de primavera.
¡Amor, la cruz, amor, ya floreció!»
Me respondió: «¿Tú quieres que te quiera?»
¡Y la mañana de luz me traspasó!
Vámonos al campo por romero,
vámonos, vámonos
por romero y por amor…
Alegran flauta y tambor nuestra bandera.
La mariposa está aquí con la ilusión…
¡Mi novia es la virjen de la era
y va a quererme con todo el corazón!


miércoles, 1 de mayo de 2019

Borges sueña con Borges en su laberinto, de Ignacio Arellano

Borges sueña con Borges en su laberinto[1]



En la entrada del palacio de Cnosos figura el signo del toro, que abre la puerta al reino del secreto, de la purificación, de la identidad de uno y de la libertad, quizá de la muerte. En el centro del laberinto es dable imaginar a Jorge Luis Borges (1899-1986) tejiendo una minuciosa meditación en la que sueña que es Borges y que escribe historias que se desarrollan en sueños y laberintos. En los meandros de su peregrinación arquetípica halla Jorge Luis Borges objetos preciosos, extraños y mágicos, como el aleph («El Aleph») que se oculta en la casa de la calle Garay donde vivió la hermosa Beatriz Viterbo. El aleph es el lugar donde están sin confundirse todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos. Ironía borgiana es que semejante maravilla (incluye «el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, la plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto, interminables ojos escrutadores, racimos, nieve, tabaco, convexos desiertos ecuatoriales o la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo», entre miles de otras visiones admirables) solo haya servido al pedante poeta Carlos Argentino Daneri para perpetrar con su ayuda un malvadísimo poema que traza la historia de la Tierra. Sería posible considerar como un verdadero avatar humano del aleph a Ireneo Funes («Funes el memorioso»), que recuerda cada detalle de cada percepción, y es un almacén universal de datos: «Nosotros percibimos tres copas en una mesa. Funes todos los vástagos y racimos y frutos que comprenden una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlos en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española y con las líneas de espuma que un remo levantó en Río Negro la víspera de la acción de Quebracho». Otros objetos maravillosos son los que proceden del fabuloso mundo de «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius» o los imaginarios libros infinitos en los que cada hoja se desdobla en infinitas hojas y cuya hoja central no tiene reverso... Esos objetos pertenecen a espacios igualmente mágicos, reducibles casi siempre al laberinto, obsesión central del escritor. Un laberinto es la ciudad misteriosa de los Inmortales descrita por un narrador que ha olvidado ser el propio Homero (en el cuento de «El inmortal» que evoca uno de los viajes de Gulliver narrados por Swift), un laberinto es el escenario de la muerte de Abenjacán el Bojarí «muerto en su laberinto», o el campo de batalla de dos reyes enemigos («Los dos reyes y los dos laberintos»), laberinto es la casa de Asterión (otro nombre del Minotauro) en el cuento del mismo título, y otros hallamos en «Las ruinas circulares» o «La Biblioteca de Babel», que evoca las visiones de Kafka y arquitecturas de Piranesi y que asume las dimensiones del Universo entero: «El universo, que otros llaman la Biblioteca se compone de un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercado por barandas bajísimas. Una de las caras libres da a un angosto zaguán que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas...». Reflexión parecida hace Asterión sobre su casa (el Laberinto): «Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo, mejor dicho, es el mundo». Se recordará que el padre Atanasius Kircher, erudito jesuita del siglo XVII, concebía el interior de la Tierra como un laberinto inextricable y que en la empresa heráldica de Galeazzo Becaria figura el mundo como un laberinto. Borges explora, pues, con vuelos nuevos, imágenes ancestrales que aseguran la solidez de sus fantasías. El laberinto no solo es un edificio o el mundo: es también una escritura («La escritura del dios») cuya clave encuentra el sacerdote prisionero en la piel del jaguar, después de atravesar iniciáticamente un laberinto de sueños, camino idéntico al que permite a otro sacerdote en «Las ruinas circulares» crear soñando un hombre, su discípulo, hecho de la materia de los sueños, hasta descubrir que él mismo es el sueño de otro soñador. En «Jardín de senderos que se bifurcan» el laberinto es un libro...
Es evidente la barroca atracción de Borges por los conflictos de la realidad con la fantasía, de la fugacidad humana y la eternidad («Historia de la eternidad» es una de sus obras); su preocupación por el tiempo (detenido mágicamente en «El milagro secreto»); por los sueños y la escritura laberíntica (el universo) de Dios, trabajosamente imitada por demiurgos de diversa entidad; por el destino y la muerte; por la identidad y la permanencia. Teología, filosofía, mitografías y folklore, en un estilo preciso, paradójico y aderezado con autoridades reales o ficticias, con mil detalles que hacen verosímiles las historias (muchas de técnica policiaca o de cuento de misterio) y los personajes más extravagantes, pueblan las páginas de Borges en frases como anillos de plata, brillantes y perfectas; en imágenes como espejos que reflejan con engañosa claridad enigmas y secretos. Borges llena de fechas, direcciones, eruditos datos bibliográficos y meticulosa documentación sus sueños: «El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana» («La espera»); «Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama «The Anglo American Cyclopaedia», Nueva York, 1917 y es una reimpresión literal, pero también morosa de la «Encyclopedia britannica» de 1902» («Tlon, Uqbar»)... ¿Cómo poner en duda la veracidad del relato?
A sus preocupaciones metafísicas y poéticas se suma otro gran mito, el del valor, que fundamenta alguno de sus mejores cuentos: mencionemos «Hombre de esquina Rosada», mencionemos «El Sur» (de perfección imposible) ... que enseñan con sospechosa melancolía que la felicidad no es una condición de los hombres, pero sí el coraje o la desesperación.
Borges llenó los plúteos de su «Biblioteca de Babel» con los libros que hubiera querido escribir: «la historia minuciosa del provenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, las interpolaciones de cada libro en todos los libros», o quizá se hubiera contentado con el libro de los libros que evoca en el mismo relato, ese libro total, cifra y compendio perfecto de todos los demás, y que sería el universo o sería Dios. No lo escribió, pero sí escribió otros que ocupan en esa Biblioteca portentosa un estante privilegiado. Murió ciego, recordando, en la oscuridad luminosa de su ceguera como en la caverna central de un laberinto, aquellas palabras de Goethe:
El sacro horror es lo mejor del hombre.
     Cuanto más afianza la percepción del mundo
     más hondamente lo turba el portento.



 [1] Ignacio ArellanoDiario de Navarra, 16 de marzo de 2002.