Borges sueña con Borges en su laberinto[1]
En la entrada del palacio de
Cnosos figura el signo del toro, que abre la puerta al reino del secreto, de la
purificación, de la identidad de uno y de la libertad, quizá de la muerte. En
el centro del laberinto es dable imaginar a Jorge Luis Borges (1899-1986)
tejiendo una minuciosa meditación en la que sueña que es Borges y que escribe
historias que se desarrollan en sueños y laberintos. En los meandros de su
peregrinación arquetípica halla Jorge Luis Borges objetos preciosos, extraños y
mágicos, como el aleph («El Aleph») que se oculta en la casa de la calle Garay
donde vivió la hermosa Beatriz Viterbo. El aleph es el lugar donde están sin
confundirse todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos. Ironía
borgiana es que semejante maravilla (incluye «el populoso mar, el alba y la
tarde, las muchedumbres de América, la plateada telaraña en el centro de una
negra pirámide, un laberinto roto, interminables ojos escrutadores, racimos,
nieve, tabaco, convexos desiertos ecuatoriales o la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo», entre miles de otras visiones
admirables) solo haya servido al pedante poeta Carlos Argentino Daneri para
perpetrar con su ayuda un malvadísimo poema que traza la historia de la Tierra. Sería
posible considerar como un verdadero avatar humano del aleph a Ireneo Funes («Funes
el memorioso»), que recuerda cada detalle de cada percepción, y es un almacén
universal de datos: «Nosotros percibimos tres copas en una mesa. Funes todos
los vástagos y racimos y frutos que comprenden una parra. Sabía las formas de
las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos
ochenta y dos y podía compararlos en el recuerdo con las vetas de un libro en
pasta española y con las líneas de espuma que un remo levantó en Río Negro la
víspera de la acción de Quebracho». Otros objetos maravillosos son los que
proceden del fabuloso mundo de «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius» o los imaginarios
libros infinitos en los que cada hoja se desdobla en infinitas hojas y cuya
hoja central no tiene reverso... Esos objetos pertenecen a espacios igualmente
mágicos, reducibles casi siempre al laberinto, obsesión central del escritor.
Un laberinto es la ciudad misteriosa de los Inmortales descrita por un narrador
que ha olvidado ser el propio Homero (en el cuento de «El inmortal» que evoca
uno de los viajes de Gulliver narrados por Swift), un laberinto es el escenario
de la muerte de Abenjacán el Bojarí «muerto en su laberinto», o el campo de
batalla de dos reyes enemigos («Los dos reyes y los dos laberintos»), laberinto
es la casa de Asterión (otro nombre del Minotauro) en el cuento del mismo
título, y otros hallamos en «Las ruinas circulares» o «La Biblioteca de Babel»,
que evoca las visiones de Kafka y arquitecturas de Piranesi y que asume las
dimensiones del Universo entero: «El universo, que otros llaman la Biblioteca se compone
de un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercado por barandas bajísimas. Una de las
caras libres da a un angosto zaguán que desemboca en otra galería, idéntica a
la primera y a todas...». Reflexión parecida hace Asterión sobre su casa (el
Laberinto): «Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es
otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce
(son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del
tamaño del mundo, mejor dicho, es el mundo». Se recordará que el padre
Atanasius Kircher, erudito jesuita del siglo XVII, concebía el interior de la Tierra como un laberinto
inextricable y que en la empresa heráldica de Galeazzo Becaria figura el mundo
como un laberinto. Borges explora, pues, con vuelos nuevos, imágenes
ancestrales que aseguran la solidez de sus fantasías. El laberinto no solo es
un edificio o el mundo: es también una escritura («La escritura del dios») cuya
clave encuentra el sacerdote prisionero en la piel del jaguar, después de
atravesar iniciáticamente un laberinto de sueños, camino idéntico al que
permite a otro sacerdote en «Las ruinas circulares» crear soñando un hombre, su
discípulo, hecho de la materia de los sueños, hasta descubrir que él mismo es
el sueño de otro soñador. En «Jardín de senderos que se bifurcan» el laberinto
es un libro...
Es evidente la barroca atracción
de Borges por los conflictos de la realidad con la fantasía, de la fugacidad
humana y la eternidad («Historia de la eternidad» es una de sus obras); su
preocupación por el tiempo (detenido mágicamente en «El milagro secreto»); por
los sueños y la escritura laberíntica (el universo) de Dios, trabajosamente
imitada por demiurgos de diversa entidad; por el destino y la muerte; por la
identidad y la permanencia. Teología, filosofía, mitografías y folklore, en un
estilo preciso, paradójico y aderezado con autoridades reales o ficticias, con
mil detalles que hacen verosímiles las historias (muchas de técnica policiaca o
de cuento de misterio) y los personajes más extravagantes, pueblan las páginas
de Borges en frases como anillos de plata, brillantes y perfectas; en imágenes
como espejos que reflejan con engañosa claridad enigmas y secretos. Borges
llena de fechas, direcciones, eruditos datos bibliográficos y meticulosa
documentación sus sueños: «El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa
calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana» («La espera»); «Debo
a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar.
El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona,
en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama «The Anglo American
Cyclopaedia», Nueva York, 1917 y es una reimpresión literal, pero también
morosa de la «Encyclopedia britannica» de 1902» («Tlon, Uqbar»)... ¿Cómo poner
en duda la veracidad del relato?
A sus preocupaciones metafísicas y
poéticas se suma otro gran mito, el del valor, que fundamenta alguno de sus
mejores cuentos: mencionemos «Hombre de esquina Rosada», mencionemos «El Sur»
(de perfección imposible) ... que enseñan con sospechosa melancolía que la
felicidad no es una condición de los hombres, pero sí el coraje o la desesperación.
Borges llenó los plúteos de su
«Biblioteca de Babel» con los libros que hubiera querido escribir: «la historia
minuciosa del provenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel
de la Biblioteca ,
miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos
catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros», o quizá se hubiera
contentado con el libro de los libros que evoca en el mismo relato, ese libro
total, cifra y compendio perfecto de todos los demás, y que sería el universo o
sería Dios. No lo escribió, pero sí escribió otros que ocupan en esa Biblioteca
portentosa un estante privilegiado. Murió ciego, recordando, en la oscuridad
luminosa de su ceguera como en la caverna central de un laberinto, aquellas
palabras de Goethe:
El sacro horror es lo mejor del
hombre.
Cuanto más afianza la percepción del mundo
más hondamente lo turba el portento.
Cuanto más afianza la percepción del mundo
más hondamente lo turba el portento.
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