miércoles, 1 de mayo de 2019

Borges sueña con Borges en su laberinto, de Ignacio Arellano

Borges sueña con Borges en su laberinto[1]



En la entrada del palacio de Cnosos figura el signo del toro, que abre la puerta al reino del secreto, de la purificación, de la identidad de uno y de la libertad, quizá de la muerte. En el centro del laberinto es dable imaginar a Jorge Luis Borges (1899-1986) tejiendo una minuciosa meditación en la que sueña que es Borges y que escribe historias que se desarrollan en sueños y laberintos. En los meandros de su peregrinación arquetípica halla Jorge Luis Borges objetos preciosos, extraños y mágicos, como el aleph («El Aleph») que se oculta en la casa de la calle Garay donde vivió la hermosa Beatriz Viterbo. El aleph es el lugar donde están sin confundirse todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos. Ironía borgiana es que semejante maravilla (incluye «el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, la plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto, interminables ojos escrutadores, racimos, nieve, tabaco, convexos desiertos ecuatoriales o la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo», entre miles de otras visiones admirables) solo haya servido al pedante poeta Carlos Argentino Daneri para perpetrar con su ayuda un malvadísimo poema que traza la historia de la Tierra. Sería posible considerar como un verdadero avatar humano del aleph a Ireneo Funes («Funes el memorioso»), que recuerda cada detalle de cada percepción, y es un almacén universal de datos: «Nosotros percibimos tres copas en una mesa. Funes todos los vástagos y racimos y frutos que comprenden una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlos en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española y con las líneas de espuma que un remo levantó en Río Negro la víspera de la acción de Quebracho». Otros objetos maravillosos son los que proceden del fabuloso mundo de «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius» o los imaginarios libros infinitos en los que cada hoja se desdobla en infinitas hojas y cuya hoja central no tiene reverso... Esos objetos pertenecen a espacios igualmente mágicos, reducibles casi siempre al laberinto, obsesión central del escritor. Un laberinto es la ciudad misteriosa de los Inmortales descrita por un narrador que ha olvidado ser el propio Homero (en el cuento de «El inmortal» que evoca uno de los viajes de Gulliver narrados por Swift), un laberinto es el escenario de la muerte de Abenjacán el Bojarí «muerto en su laberinto», o el campo de batalla de dos reyes enemigos («Los dos reyes y los dos laberintos»), laberinto es la casa de Asterión (otro nombre del Minotauro) en el cuento del mismo título, y otros hallamos en «Las ruinas circulares» o «La Biblioteca de Babel», que evoca las visiones de Kafka y arquitecturas de Piranesi y que asume las dimensiones del Universo entero: «El universo, que otros llaman la Biblioteca se compone de un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercado por barandas bajísimas. Una de las caras libres da a un angosto zaguán que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas...». Reflexión parecida hace Asterión sobre su casa (el Laberinto): «Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo, mejor dicho, es el mundo». Se recordará que el padre Atanasius Kircher, erudito jesuita del siglo XVII, concebía el interior de la Tierra como un laberinto inextricable y que en la empresa heráldica de Galeazzo Becaria figura el mundo como un laberinto. Borges explora, pues, con vuelos nuevos, imágenes ancestrales que aseguran la solidez de sus fantasías. El laberinto no solo es un edificio o el mundo: es también una escritura («La escritura del dios») cuya clave encuentra el sacerdote prisionero en la piel del jaguar, después de atravesar iniciáticamente un laberinto de sueños, camino idéntico al que permite a otro sacerdote en «Las ruinas circulares» crear soñando un hombre, su discípulo, hecho de la materia de los sueños, hasta descubrir que él mismo es el sueño de otro soñador. En «Jardín de senderos que se bifurcan» el laberinto es un libro...
Es evidente la barroca atracción de Borges por los conflictos de la realidad con la fantasía, de la fugacidad humana y la eternidad («Historia de la eternidad» es una de sus obras); su preocupación por el tiempo (detenido mágicamente en «El milagro secreto»); por los sueños y la escritura laberíntica (el universo) de Dios, trabajosamente imitada por demiurgos de diversa entidad; por el destino y la muerte; por la identidad y la permanencia. Teología, filosofía, mitografías y folklore, en un estilo preciso, paradójico y aderezado con autoridades reales o ficticias, con mil detalles que hacen verosímiles las historias (muchas de técnica policiaca o de cuento de misterio) y los personajes más extravagantes, pueblan las páginas de Borges en frases como anillos de plata, brillantes y perfectas; en imágenes como espejos que reflejan con engañosa claridad enigmas y secretos. Borges llena de fechas, direcciones, eruditos datos bibliográficos y meticulosa documentación sus sueños: «El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana» («La espera»); «Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama «The Anglo American Cyclopaedia», Nueva York, 1917 y es una reimpresión literal, pero también morosa de la «Encyclopedia britannica» de 1902» («Tlon, Uqbar»)... ¿Cómo poner en duda la veracidad del relato?
A sus preocupaciones metafísicas y poéticas se suma otro gran mito, el del valor, que fundamenta alguno de sus mejores cuentos: mencionemos «Hombre de esquina Rosada», mencionemos «El Sur» (de perfección imposible) ... que enseñan con sospechosa melancolía que la felicidad no es una condición de los hombres, pero sí el coraje o la desesperación.
Borges llenó los plúteos de su «Biblioteca de Babel» con los libros que hubiera querido escribir: «la historia minuciosa del provenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, las interpolaciones de cada libro en todos los libros», o quizá se hubiera contentado con el libro de los libros que evoca en el mismo relato, ese libro total, cifra y compendio perfecto de todos los demás, y que sería el universo o sería Dios. No lo escribió, pero sí escribió otros que ocupan en esa Biblioteca portentosa un estante privilegiado. Murió ciego, recordando, en la oscuridad luminosa de su ceguera como en la caverna central de un laberinto, aquellas palabras de Goethe:
El sacro horror es lo mejor del hombre.
     Cuanto más afianza la percepción del mundo
     más hondamente lo turba el portento.



 [1] Ignacio ArellanoDiario de Navarra, 16 de marzo de 2002.

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