sábado, 2 de noviembre de 2013

Un cuento: El cielo del monjecito, por Mamerto Menapace

El cielo del monjecito[1]
El monjecito se encontraba en la iglesia. Era al inicio de la primavera, cuando el sol ya es tibio, y afuera todo canta a la vida Comenzaba la tarde, y él se encontraba sentado en un banco de la iglesia, entre meditando y distraído. Por la ventana abierta entraba la luz, el calor y cuanto ser diminuto y viviente se movía en los aires.
En realidad no estaba distraído, sino absorto. Había un pensamiento que lo venía persiguiendo desde hacía varios días. Quizá fuera la primavera que comenzaba. Lo cierto es que desde días atrás se venía preguntando sobre la eternidad del cielo. Sobre todo lo cuestionaba la idea de una realidad que nunca tendría fin, y en la cual Dios lo invitaba a participar también a él. Era un monjecito movedizo y lleno de vida, curioso e inteligente, despierto y soñador. No entendía cómo se las ingeniaría Dios para mantener el interés en una realidad que sería eterna. Porque él no lograba pasarse media hora sin tener que cambiar de ocupación o de lugar. Lo aterraba la idea de clavarse para siempre en algo eterno.
En esto estaba cavilando y adormeciéndose, cuando de repente llamó su atención un pequeño pájaro que acababa de entrar por la ventana. Parecía un animalito sencillo y sobre todo sumamente manso. Luego de un corto vuelo, fue a posarse a dos o tres bancos por delante de nuestro monjecito. No pareció importarle que éste estuviera allí. Luego de un momento de silencio, levantó la cabecita y lanzó un sencillo gorjeo que llenó de ecos el silencio de la Iglesia.
Cuando el canto se repitió nuevamente, el monjecito sin pensar en lo que hacía se levantó y se acercó al pajarito, que no dio muestras de temor. Simplemente pegó un saltito y fue a posarse en el respaldo del banco siguiente, mientras nuevamente gorjeaba su trino. Pero esta vez el canto venía modulado de una manera diferente. Parecía más bello y más sonoro. Además, al darle el sol sobre su plumaje, mostraba unos tornasoles que antes no habían aparecido. Embelesado nuestro amigo volvió a acercársele, para conseguir tan solo que el avecilla repitiera su corto vuelo hasta otro banco un poco más allá.
Y así de vuelo en vuelo, y trino a trino, ambos se fueron dirigiendo hacia la puerta entreabierta de la Iglesia. El monjecito estaba tan copado que ni se daba cuenta de lo que hacía. Simplemente iba detrás del avecilla canora, que a cada instante mostraba un nuevo color, o expresaba una armonía diferente y siempre más bella. Atravesaron la puerta, cruzaron el jardín, salieron por el gran portón que daba al bosque del cerro vecino, y finalmente se adentraron en éste sin percatarse de que se iban alejando cada vez más del monasterio.
Cuánto tiempo transcurrió desde aquel momento no lo supo entonces el monjecito. Porque paso a paso y yendo detrás del ave encantadora fue perdiendo la noción de las horas y de las distancias. Pero finalmente el avecita gorjeó como nunca lo había hecho aún, y abriendo sus alitas se perdió por entre el follaje del bosque.
Recién entonces nuestro monjecito volvió en sí, y se asustó al ver que ya era tarde. Volvió sobre sus pasos, extrañado de no reconocer el camino que lo había traído hasta allí. Pero desde la altura del cerro donde se encontraba, veía a veces el monasterio por entre el follaje, y así se iba ubicando Lo que en cambio le extrañó profundamente fue el no lograr dar con la puerta por donde había salido. Por más que la buscó en el atardecer por donde tendría que haber estado, no logró dar con ella. Rodeando el monasterio, al fin se topó con la puerta principal Con todo, lo que veía le resultaba extraño. Nada le parecía ya familiar, y se sentía como de otro mundo.
Tocó la campanilla y salió a atenderlo un viejo hermano portero, de larga barba blanca. No lo reconoció. Francamente confundido y temiendo una equivocación, preguntó tímidamente si aquel era el Monasterio de San Pantaleón. El monje portero le respondió que sí, y le preguntó a su vez qué deseaba; Nuestro monjecito perplejo le dijo que quería que le abriera la puerta para volver a su celda y disculparse con el maestro de novicios. Por supuesto que el portero no entendió nada, y no sabia que pensar. ¿Se trataría de una broma de alguno de los monjes disfrazados? ¿O sería quizá algún loco que confundía las cosas?
No sabiendo como proceder le pidió amablemente que se sentara y esperara al abad a quien iría a llamar enseguida. Cuando éste vino, por supuesto tampoco reconoció al monjecito, ni éste al abad. Se saludaron y trabaron conversación. El novicio apesadumbrado le contó lo que le había pasado aquella tarde, o quizá —no sabía— la tarde anterior. Cómo había abandonado la iglesia y el monasterio yéndose detrás de aquella rara avecita de canto y de plumaje continuamente cambiante que lo había fascinado y llevado tras ella. También le abrió su corazón al abad confesándole que sentía a su alrededor todo muy raro y que no acertaba a reconocer nada de cuanto veía. Que ni siquiera podía reconocerlo a él mismo con quien estaba hablando.
Ustedes imaginarán lo perplejo que estaría también el abad frente a aquel monje cito extraño y desconocido que contaba una historia tan bella y extraña. Supuso que se trataría de un joven desorientado y mentalmente enfermo que estaba fabulando una historia sobre su propia vida, aunque lo hacía tan bien que no podía negar el realismo de muchos de los datos, que verdaderamente coincidían con los de aquel viejo monasterio. Como era un hombre bueno y no quería herir al joven con lo que por dentro pensaba, decidió intentar convencerlo mediante el registro de los monjes para mostrarle que su nombre nunca había estado inscrito en aquel monasterio.
Trajeron el libro de registro donde desde hacía siglos se venían anotando los monjes que habían ido viviendo allí, y hoja tras hoja, empezando por las últimas, fue mostrando que efectivamente allí no estaban su nombre. Pero de pronto al hojear al azar el libraco aquel, sus ojos tropezaron con algo insólito. Una página estaba a mitad en blanco. Y para su sorpresa, allí aparecía el nombre del monjecito, con todos sus datos y una nota en rojo que decía simplemente:
"Desapareció una tarde en el bosque, sin dejar rastros". Era una página escrita 227 años atrás.
Esta bella historia termina así. El joven se dio cuenta de que, sin saberlo, había estado siguiendo durante todos esos 227 años a la avecilla sin cansarse ni envejecer.
Y fue tal el deseo que experimentó de ir al cielo que allí mismo… despertó de su sueño sobre el banco de la iglesia en aquel atardecer. Era ya la hora de vísperas.



[1] M. Menapace, Cuentos al amanecer, PPC, Madrid 2003, pp. 122-125.

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