El monjecito se encontraba en la iglesia. Era al
inicio de la primavera, cuando el sol ya es tibio, y afuera todo canta a la
vida Comenzaba la tarde, y él se encontraba sentado en un banco de la iglesia,
entre meditando y distraído. Por la ventana abierta entraba la luz, el calor y
cuanto ser diminuto y viviente se movía en los aires.
En realidad no estaba distraído, sino absorto.
Había un pensamiento que lo venía persiguiendo desde hacía varios días. Quizá
fuera la primavera que comenzaba. Lo cierto es que desde días atrás se venía
preguntando sobre la eternidad del cielo. Sobre todo lo cuestionaba la idea de
una realidad que nunca tendría fin, y en la cual Dios lo invitaba a participar
también a él. Era un monjecito movedizo y lleno de vida, curioso e inteligente,
despierto y soñador. No entendía cómo se las ingeniaría Dios para mantener el
interés en una realidad que sería eterna. Porque él no lograba pasarse media
hora sin tener que cambiar de ocupación o de lugar. Lo aterraba la idea de
clavarse para siempre en algo eterno.
En esto estaba cavilando y adormeciéndose, cuando
de repente llamó su atención un pequeño pájaro que acababa de entrar por la
ventana. Parecía un animalito sencillo y sobre todo sumamente manso. Luego de
un corto vuelo, fue a posarse a dos o tres bancos por delante de nuestro
monjecito. No pareció importarle que éste estuviera allí. Luego de un momento
de silencio, levantó la cabecita y lanzó un sencillo gorjeo que llenó de ecos
el silencio de la Iglesia.
Cuando el canto se repitió nuevamente, el monjecito
sin pensar en lo que hacía se levantó y se acercó al pajarito, que no dio
muestras de temor. Simplemente pegó un saltito y fue a posarse en el respaldo
del banco siguiente, mientras nuevamente gorjeaba su trino. Pero esta vez el
canto venía modulado de una manera diferente. Parecía más bello y más sonoro.
Además, al darle el sol sobre su plumaje, mostraba unos tornasoles que antes no
habían aparecido. Embelesado nuestro amigo volvió a acercársele, para conseguir
tan solo que el avecilla repitiera su corto vuelo hasta otro banco un poco más
allá.
Y así de vuelo en vuelo, y trino a trino, ambos se
fueron dirigiendo hacia la puerta entreabierta de la Iglesia. El monjecito
estaba tan copado que ni se daba cuenta de lo que hacía. Simplemente iba detrás
del avecilla canora, que a cada instante mostraba un nuevo color, o expresaba
una armonía diferente y siempre más bella. Atravesaron la puerta, cruzaron el
jardín, salieron por el gran portón que daba al bosque del cerro vecino, y
finalmente se adentraron en éste sin percatarse de que se iban alejando cada
vez más del monasterio.
Cuánto tiempo transcurrió desde aquel momento no lo
supo entonces el monjecito. Porque paso a paso y yendo detrás del ave
encantadora fue perdiendo la noción de las horas y de las distancias. Pero
finalmente el avecita gorjeó como nunca lo había hecho aún, y abriendo sus
alitas se perdió por entre el follaje del bosque.
Recién entonces nuestro monjecito volvió en sí, y
se asustó al ver que ya era tarde. Volvió sobre sus pasos, extrañado de no
reconocer el camino que lo había traído hasta allí. Pero desde la altura del
cerro donde se encontraba, veía a veces el monasterio por entre el follaje, y
así se iba ubicando Lo que en cambio le extrañó profundamente fue el no lograr
dar con la puerta por donde había salido. Por más que la buscó en el atardecer
por donde tendría que haber estado, no logró dar con ella. Rodeando el
monasterio, al fin se topó con la puerta principal Con todo, lo que veía le
resultaba extraño. Nada le parecía ya familiar, y se sentía como de otro mundo.
Tocó la campanilla y salió a atenderlo un viejo
hermano portero, de larga barba blanca. No lo reconoció. Francamente confundido
y temiendo una equivocación, preguntó tímidamente si aquel era el Monasterio de
San Pantaleón. El monje portero le respondió que sí, y le preguntó a su vez qué
deseaba; Nuestro monjecito perplejo le dijo que quería que le abriera la puerta
para volver a su celda y disculparse con el maestro de novicios. Por supuesto
que el portero no entendió nada, y no sabia que pensar. ¿Se trataría de una
broma de alguno de los monjes disfrazados? ¿O sería quizá algún loco que
confundía las cosas?
No sabiendo como proceder le pidió amablemente que
se sentara y esperara al abad a quien iría a llamar enseguida. Cuando éste
vino, por supuesto tampoco reconoció al monjecito, ni éste al abad. Se
saludaron y trabaron conversación. El novicio apesadumbrado le contó lo que le
había pasado aquella tarde, o quizá —no sabía— la tarde anterior. Cómo había
abandonado la iglesia y el monasterio yéndose detrás de aquella rara avecita de
canto y de plumaje continuamente cambiante que lo había fascinado y llevado
tras ella. También le abrió su corazón al abad confesándole que sentía a su
alrededor todo muy raro y que no acertaba a reconocer nada de cuanto veía. Que
ni siquiera podía reconocerlo a él mismo con quien estaba hablando.
Ustedes imaginarán lo perplejo que estaría también
el abad frente a aquel monje cito extraño y desconocido que contaba una
historia tan bella y extraña. Supuso que se trataría de un joven desorientado y
mentalmente enfermo que estaba fabulando una historia sobre su propia vida,
aunque lo hacía tan bien que no podía negar el realismo de muchos de los datos,
que verdaderamente coincidían con los de aquel viejo monasterio. Como era un
hombre bueno y no quería herir al joven con lo que por dentro pensaba, decidió
intentar convencerlo mediante el registro de los monjes para mostrarle que su
nombre nunca había estado inscrito en aquel monasterio.
Trajeron el libro de registro donde desde hacía
siglos se venían anotando los monjes que habían ido viviendo allí, y hoja tras
hoja, empezando por las últimas, fue mostrando que efectivamente allí no
estaban su nombre. Pero de pronto al hojear al azar el libraco aquel, sus ojos
tropezaron con algo insólito. Una página estaba a mitad en blanco. Y para su
sorpresa, allí aparecía el nombre del monjecito, con todos sus datos y una nota
en rojo que decía simplemente:
"Desapareció una tarde en el bosque, sin dejar
rastros". Era una página escrita 227 años atrás.
Esta bella historia termina así. El joven se dio
cuenta de que, sin saberlo, había estado siguiendo durante todos esos 227 años
a la avecilla sin cansarse ni envejecer.
Y fue tal el deseo que experimentó de ir al cielo
que allí mismo… despertó de su sueño sobre el banco de la iglesia en aquel
atardecer. Era ya la hora de vísperas.
Que lindo tener un sueño tan espiritual
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