lunes, 20 de septiembre de 2021

Frankenstein, de Mary W. Shelley

«…no narro las fantasías de un iluminado (…) Tras noches y días de increíble trabajo y fatiga, conseguí descubrir el origen de la generación y la vida; es más, yo mismo estaba capacitado para infundir vida en la materia inerte.»

La noche del 16 de junio de 1816, después de que Lord Byron y Percy B. Shelley discutieran largamente sobre la posibilidad de descubrir el principio vital de la naturaleza y transferirlo a un cuerpo inerte, Mary W. Shelley tuvo una memorable pesadilla sobre la visión de un monstruo creado por la ciencia humana. Éste sería el punto de partida para la confección de esta breve novela epistolar, considerado el primer relato de ciencia ficción, y que al mismo tiempo es una de las obras más proféticas de la historia de la literatura: Frankenstein o el moderno Prometeo. Un drama romántico sobre la voluntad prometeica del ser humano, que encoge el corazón y plantea nuevos problemas morales de consecuencias desconocidas, como lo es el de jugar a ser Dios, ocupar el lugar del Creador. Sin duda hace honor a su carácter de clásico, pues sigue tan vivo y actual como hace 200 años. No sé cómo no lo leí antes… Llevada al cine en numerosas ocasiones, quizá te pueda recomendar la grandiosa adaptación, llena de efectos, que realizó Kenneth Branagh.




lunes, 6 de septiembre de 2021

Ir a coger moras, por Philippe Delerm

Ir a coger moras[1]
Es un paseo que se da con viejos amigos, al final del verano. Se acerca la vuelta al trabajo. Pocos días después todo volverá a empezar; así que resulta agradable ese último garbeo ya con efluvios de septiembre. No es menester invitarse, ni comer juntos. Basta una llamada, a primera hora de la tarde del domingo.
—¿Os apetece venir a coger moras?
—¡Hombre, precisamente os lo íbamos a proponer!
El sitio es siempre el mismo, a lo largo del camino en la linde del bosque. Las zarzas cada año están más frondosas e impenetrables. Las hojas tienen ese verde mate, profundo; los tallos y espinas, esa tonalidad vinosa que se asemeja a los propios colores del papel vergé con el que se encuadernan libros y cuadernos.
Cada cual va provisto de una caja de plástico especial para que no se chafen las bayas. Todos empiezan a coger sin demasiado frenesí, sin demasiada disciplina. Bastarán dos o tres tarros de confitura, que no tardarán en saborearse en los desayunos de otoño. Pero el máximo placer es el del sorbete. Un sorbete de moras consumido la misma noche, un dulzor helado en el que duerme el último sol relleno de frescor oscuro.
Las moras son pequeñas, de un negro rutilante. Pero mientras se cogen prefiere uno probar las que todavía conservan algún grano rojo, un sabor acidulado. No tardan en manchársenos las manos de negro. Nos las restregamos mal que bien en las hierbas amarillentas. En la linde del bosque, los helechos se tiñen de rojo, y sus curvilíneas sumidades llueven sobre las perlas malvas de los brezos.
La conversación discurre sobre cualquier cosa. Los críos se ponen serios, evocan su temor o su deseo de que les toque tal o cual profe. Porque el regreso al trabajo gira en torno a ellos, y el camino de las moras tiene un sabor a escuela. La carretera es suave, apenas ondulada: es una carretera hecha para conversar. Entre dos chaparrones, la luz reavivada se presenta aún cálida. Hemos cogido las moras, y con ellas nos hemos llevado el verano. En la pequeña curva de los avellanos, nos deslizamos hacia el otoño.


[1] PDelermEl primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, Tusquets («Los 5 sentidos»), Barcelona 1998, pp. 33-34.