Ir a coger moras[1]
Es un paseo que se da
con viejos amigos, al final del verano. Se acerca la vuelta al trabajo. Pocos
días después todo volverá a empezar; así que resulta agradable ese último
garbeo ya con efluvios de septiembre. No es menester invitarse, ni comer
juntos. Basta una llamada, a primera hora de la tarde del domingo.
—¿Os apetece venir a
coger moras?
—¡Hombre,
precisamente os lo íbamos a proponer!
El sitio es siempre
el mismo, a lo largo del camino en la linde del bosque. Las zarzas cada año
están más frondosas e impenetrables. Las hojas tienen ese verde mate, profundo;
los tallos y espinas, esa tonalidad vinosa que se asemeja a los propios colores
del papel vergé con el que se encuadernan libros y cuadernos.
Cada cual va provisto
de una caja de plástico especial para que no se chafen las bayas. Todos
empiezan a coger sin demasiado frenesí, sin demasiada disciplina. Bastarán dos
o tres tarros de confitura, que no tardarán en saborearse en los desayunos de
otoño. Pero el máximo placer es el del sorbete. Un sorbete de moras consumido
la misma noche, un dulzor helado en el que duerme el último sol relleno de
frescor oscuro.
La conversación discurre sobre cualquier cosa. Los críos se ponen serios, evocan su temor o su deseo de que les toque tal o cual profe. Porque el regreso al trabajo gira en torno a ellos, y el camino de las moras tiene un sabor a escuela. La carretera es suave, apenas ondulada: es una carretera hecha para conversar. Entre dos chaparrones, la luz reavivada se presenta aún cálida. Hemos cogido las moras, y con ellas nos hemos llevado el verano. En la pequeña curva de los avellanos, nos deslizamos hacia el otoño.
[1] P. Delerm, El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, Tusquets («Los 5 sentidos»), Barcelona 1998, pp. 33-34.
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