Aborto libre y progresismo[1]
En
estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del aborto
libre, me ha llamado la atención un grito que, como una exigencia natural,
coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras decidimos». En principio,
la reclamación parece incontestable y así lo sería si lo parido fuese algo
inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha
exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión. La
defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas,
generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto
es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el instante de la
concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a
favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo,
un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad
llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente
el proceso de viabilidad. De aquí se deduce que el aborto no es matar (parece
muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no
es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión
consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este dilema,
es que el feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es, parece
natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio.
La
socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo, considera el
aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad, pero tal vez
no sea éste el punto de partida adecuado para plantear el problema. El término
santidad parece incluir un componente religioso en la cuestión, pero desde el
momento en que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros
argumentos ajenos a la noción de pecado. En lo concerniente a la libertad habrá
que preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y resolver
entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un embrión la libertad
de nacer. Las partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo
libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso
no haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir el
embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de
tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy
reclaman sus presuntas y reacias madres. Seguramente el derecho a tener un
cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos
humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero,
naturalmente, subordinándole al otro.
Y el caso es que el abortismo
ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En
nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos,
todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como
suele decirse, deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire.
Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil,
pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la
defensa de la
Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero
frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había
que tomar partido por ellos. Para el progresista eran recusables la guerra, la
energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En
consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica
y al patíbulo. El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante
sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar
mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por
delante. Pero surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con
él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo
vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta
madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la vida del feto
estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el
embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se
empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del
débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme,
podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se
efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás
fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían
protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el
progresismo; nadie podía recurrir. Y ante un fenómeno semejante, algunos
progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es
defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, y
precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para
estos progresistas que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier
forma de violencia, esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea
se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un
quirófano esterilizado.
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