Si vais por la carrera del arrabal, apartaos, no os
inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción
quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer
de amor al príncipe,
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero (carnicero) arroja al
perro
del
mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo
de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también
la podredumbre,
mírame,
yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que
nadie compra,
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
[1] De profundis,
en D. Alonso, Hijos de la ira, Castalia, Madrid 1986, pp. 161-162. En este poema, Dámaso Alonso presenta
ante Dios sus flaquezas y le dirige —en los versos finales— una amorosa y angustiada súplica que
constituye una afirmación de fe y amor a Dios. Los extensos versículos
adquieren ese tono de Salmo que justifica el título («De profundis» es el comienzo del Salmo 119, uno de los Salmos
penitenciales atribuidos a David).
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