“Cuando
una persona muere, deja de existir y se acabó. Después no hay nada: ni cielo ni
infierno ni ángeles ni Dios ni nada. ¿Te queda claro?”
Esas palabras
de su madre, cuando tenía poco más de siete años, poco antes de que ella y
su padre se divorciaran, se le quedaron grabadas a fuego en la memoria. Ahora Miguel tiene 22 años. Acaba de terminar la carrera de Derecho
en Santiago de Compostela. Descreído,
inteligente y triunfador, cree tener el mundo a sus pies. Es principios de
enero y pasa unos días con sus abuelos,
en el pazo donde nació, en Cambados
(Pontevedra). Quedan pocos días para reanudar las clases. Una tarde,
mientras merienda con sus abuelos, siente una
punzada en el abdomen, como una cuchillada, que le hace caer de la silla.
No le da importancia. Pero su abuelo, médico de profesión, sí. Al día siguiente
le atienden en el Hospital de Santiago. Diagnóstico:
Cáncer de páncreas. Tres meses de vida. Tres meses en los que Miguel se plantea, por primera vez, el sentido de su existencia.
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