«El olor fue lo que empezó a desquiciar a Thomas. No fue por llevar más de tres semanas solo. No fueron las paredes, el techo ni el suelo de color blanco. No fue porque no hubiera ventanas o el hecho de que nunca apagaran las luces. Nada de eso. Le habían quitado el reloj, le alimentaban con la misma comida tres veces al día —un trozo de jamón, puré de patatas, zanahorias crudas, una rebanada de pan y agua—, nunca le hablaban y no permitían entrar a nadie en la habitación. Sin libros, sin películas, sin juegos».
Desde hace tres semanas, Thomas vive en una habitación sin ventanas, de un blanco resplandeciente y siempre iluminada. Sin reloj y sin contacto con nadie, más allá de las tres bandejas de comida que alguien le lleva a diario (aunque a horas distintas, como para desorientarle). Al vigésimo sexto día, la puerta se abre y un hombre le conduce a una sala llena de viejos amigos. —Muy bien, damas y caballeros. Estáis a punto de recuperar todos vuestros recuerdos. Hasta el último de ellos. Tercera entrega de la saga El corredor del laberinto. Flojilla, sobre todo comparada con la primera. También de esta tercera entrega hay película. Estrenada en 2018 con el título de El corredor del laberinto: La cura mortal y dirigida por Wes Ball, parece que está al mismo bajo nivel que la novela.
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