lunes, 14 de abril de 2025

El hombre que murió dos veces, de Enrique Monasterio

Cuando pasen los siglos, nadie hablará de mí como discípulo de Jesús de Nazaret. Dirán solamente que fui su amigo. Me llamo Lázaro, tengo veintisiete años y acabo de volver. Cristo me ordenó que regresara del Sheol y en un segundo quedé libre de las ataduras de la muerte.

No voy a hablar ahora de ese milagro, que yo mismo no sabría explicar. Prefiero escribir solo unas líneas sobre mi amistad con Jesús. Pertenezco a una familia rica e influyente. Mis padres nos dejaron como herencia una gran hacienda en Betania, a las afueras de Jerusalén, y aquí vivimos, aún sin familia propia, mis dos hermanas y yo, que soy el más joven.

Al evocar ahora mi vida me recuerdo siempre enfermo, con fiebres intermitentes que me dejaban postrado durante días e incluso meses. Marta y María me han cuidado como a un hijo pequeño. Nunca he sido el hombre fuerte de la casa. La mayoría de los médicos decían que moriría pronto, y, ya veis, no se equivocaron del todo.

Cuando Jesús vino por primera vez a Betania, Marta lo recibió con todos los honores. Aún no lo conocíamos más que por el testimonio de algunos campesinos. Tal vez por eso Marta parecía tan nerviosa preparando lo necesario para él y sus acompañantes. Al parecer mi hermana mayor se enfadó un poco con María cuando vio que la pequeña se había quedado embobada a los pies del Señor, pero Jesús arregló el problema pidiendo que se sentaran las dos juntas para escucharle. Aquello era más importante.

Yo estaba en una habitación contigua, tumbado sobre un lecho especialmente construido para mí. Jesús vino a verme, me impuso las manos y me hizo una extraña pregunta:

–¿Quieres curarte?

–Llevo así muchos años –le respondí–. Sé que voy a morir.

–Esta enfermedad no es de muerte, sino de vida –me dijo entonces–. Aún la sufrirás algún tiempo, pero un día sanarás definitivamente.

Al atardecer, como me encontraba mejor, salimos a pasear entre los olivos y Jesús me habló de su muerte que tendría lugar en Jerusalén.

–Para entonces –me dijo– tú habrás recuperado del todo la salud, pero esa curación acelerará mi partida de este mundo.

Yo, que no entendía casi nada, le dejé hablar y desahogar su tristeza. Me habló de su Madre, María:

–Aún debe padecer mucho antes de recuperarme del todo.

De José, ya fallecido en Nazaret, que le enseñó el oficio de artesano.

–Fue siempre mi padre y señor, y lo seguirá siendo cuando nos volvamos a encontrar en la morada definitiva.

Era ya noche cerrada cuando me atreví a hacerle una pregunta:

–¿Por qué me cuentas todo esto?

Se le habían llenado los ojos de lágrimas mirando las luces de Jerusalén.

–El Hijo del hombre también necesita un amigo y un confidente en la tierra.

Hoy sé que Jesús está a punto de padecer en Jerusalén. Mi hermana, María, también lo sabe y ha preparado un perfume de nardo para derramarlo a sus pies cuando venga esta tarde a almorzar en mi casa. Tendremos muchos invitados; la mayoría solo quieren ver si es cierto que Lázaro está vivo, que he recuperado el color y la fuerza que nunca tuve.

Desde que soy amigo del Señor, y sobre todo desde que salí del sepulcro, ya no necesito estar a su lado para conversar con él. Me habla siempre y yo le escucho. Por eso, mi alma, como la de Jesús, ahora está triste hasta la muerte. Deseo morir por segunda vez para acompañar a mi amigo hasta la casa del Padre.


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