Cuando
pasen los siglos, nadie hablará de mí como discípulo de Jesús de Nazaret. Dirán
solamente que fui su amigo. Me llamo Lázaro, tengo veintisiete años y acabo de
volver. Cristo me ordenó que regresara del Sheol y en un segundo quedé libre de
las ataduras de la muerte.
No
voy a hablar ahora de ese milagro, que yo mismo no sabría explicar. Prefiero
escribir solo unas líneas sobre mi amistad con Jesús. Pertenezco a una familia
rica e influyente. Mis padres nos dejaron como herencia una gran hacienda en
Betania, a las afueras de Jerusalén, y aquí vivimos, aún sin familia propia,
mis dos hermanas y yo, que soy el más joven.
Al
evocar ahora mi vida me recuerdo siempre enfermo, con fiebres intermitentes que
me dejaban postrado durante días e incluso meses. Marta y María me han cuidado
como a un hijo pequeño. Nunca he sido el hombre fuerte de la casa. La mayoría
de los médicos decían que moriría pronto, y, ya veis, no se equivocaron del
todo.
Cuando
Jesús vino por primera vez a Betania, Marta lo recibió con todos los honores.
Aún no lo conocíamos más que por el testimonio de algunos campesinos. Tal vez
por eso Marta parecía tan nerviosa preparando lo necesario para él y sus
acompañantes. Al parecer mi hermana mayor se enfadó un poco con María cuando
vio que la pequeña se había quedado embobada a los pies del Señor, pero Jesús
arregló el problema pidiendo que se sentaran las dos juntas para escucharle.
Aquello era más importante.
Yo
estaba en una habitación contigua, tumbado sobre un lecho especialmente
construido para mí. Jesús vino a verme, me impuso las manos y me hizo una
extraña pregunta:
–¿Quieres
curarte?
–Llevo
así muchos años –le respondí–. Sé que voy a morir.
–Esta
enfermedad no es de muerte, sino de vida –me dijo entonces–. Aún la sufrirás
algún tiempo, pero un día sanarás definitivamente.
Al
atardecer, como me encontraba mejor, salimos a pasear entre los olivos y Jesús
me habló de su muerte que tendría lugar en Jerusalén.
–Para
entonces –me dijo– tú habrás recuperado del todo la salud, pero esa curación
acelerará mi partida de este mundo.
Yo,
que no entendía casi nada, le dejé hablar y desahogar su tristeza. Me habló de
su Madre, María:
–Aún
debe padecer mucho antes de recuperarme del todo.
De
José, ya fallecido en Nazaret, que le enseñó el oficio de artesano.
–Fue
siempre mi padre y señor, y lo seguirá siendo cuando nos volvamos a encontrar
en la morada definitiva.
Era
ya noche cerrada cuando me atreví a hacerle una pregunta:
–¿Por
qué me cuentas todo esto?
Se
le habían llenado los ojos de lágrimas mirando las luces de Jerusalén.
–El
Hijo del hombre también necesita un amigo y un confidente en la tierra.
Hoy
sé que Jesús está a punto de padecer en Jerusalén. Mi hermana, María, también
lo sabe y ha preparado un perfume de nardo para derramarlo a sus pies cuando
venga esta tarde a almorzar en mi casa. Tendremos muchos invitados; la mayoría
solo quieren ver si es cierto que Lázaro está vivo, que he recuperado el color
y la fuerza que nunca tuve.
Desde
que soy amigo del Señor, y sobre todo desde que salí del sepulcro, ya no
necesito estar a su lado para conversar con él. Me habla siempre y yo le
escucho. Por eso, mi alma, como la de Jesús, ahora está triste hasta la muerte.
Deseo morir por segunda vez para acompañar a mi amigo hasta la casa del Padre.
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